Reseña: Consumidos de David Cronenberg


Consumidos

Durante medio siglo David Cronenberg ha dirigido una veintena de cintas que lo han situado entre los más selecto del cine mundial y, al mismo tiempo, lo han convertido en uno de los directores más originales de las últimas décadas. Desde sus primeras obras llenas de referencias psicológicas, biológicas y sexuales, mutaciones, deformaciones y sangre – que en su tiempo le valieron los títulos de El Rey del Horror Venéreo o El Barón de la Sangre – hasta sus más recientes producciones, transfiguradas visualmente a un estilo más pulcro, pero no por ello menos inquietantes, Cronenberg ha construido una de las filmografías más perturbadoras del séptimo arte. Así lo reconoció el mismísimo Martin Scorsese quien, antes de su primer encuentro con el director canadiense, temía la perspectiva de conocer al “canadiense autor de esas películas demasiado inquietantes”.

Hace un par de años, el director irrumpió en el mundo literario con su primera novela, Consumidos. Y fiel a su legado, Cronenberg vuelve a entregar una obra con su sello, pletórica de todas aquellas extrañas ideas, atrayentes y repulsivas a partes iguales. Su carrera tras las cámaras también ha dejado su huella en los episodios de su primera obra escrita cuya trama se nos presenta como una compleja investigación periodística llena de giros imprevistos, personajes monstruosos – en su interior y en su exterior –, obsesiones tecnológicas y extrañas patologías, de la misma manera en que las explorara en cintas como Videodrome, El Festín Desnudo o M. Butterfly. Naomi y Nathan, una joven pareja de periodistas investigan la extraña muerte de Célestine Arosteguy, filósofa francesa, presuntamente a manos de su esposo, el también filósofo Aristide Arosteguy. Tras las sospechas de que éste ha asesinado, mutilado y comido a su esposa, ambos periodistas realizan investigaciones paralelas en Europa, Canadá y Tokio a fin de descubrir si realmente tal ha sido el destino de Célestine o si existe una conspiración que va mucho más allá del canibalismo y se extiende hasta los niveles más altos de la política oriental. Hay aquí un aire a Roman Polanski y a algunas de sus mejores obras, y también, por supuesto, a Hitchcock, de quien Cronenberg podría considerarse un discípulo aunque con un toque personalísimo, inescrutable, quizás hasta una modernización radical del genio inglés.

El director canadiense escribe de la misma forma que filma, con un notable sentido de la  extrañeza. Sus personajes parecen moverse en una zona equívoca, profieren frases oscuras, algunas al borde del absurdo y sus intenciones nunca son las que pueden percibirse en su prosa. Esto desestabiliza al lector al mismo tiempo que lo succiona poco a poco hacia la segunda parte de la historia cuando las revelaciones se suceden una tras otra, aunque Cronenberg siempre deja abierta más de una puerta que nos obliga a cuestionar si dichas revelaciones son tales o si son simplemente señuelos que guían a los protagonistas a medida que se adentran en juegos políticos que nunca antevieron. Aquí la ambigüedad establece los parámetros de la prosa. Es latente la sensación de que tras cada una de sus palabras existe mucho más que queda oculto. Tras el humor negro y el sarcasmo, siempre parece haber una amenaza mayor o al menos un misterio que éstos guardan para sí.

A medida que la investigación de los periodistas avanza, los temas clásicos de Cronenberg comienzan a revelarse. La filósofa Célestine ha estado obsesionada por la posibilidad de que su pecho derecho esté lleno de insectos que modifican su cuerpo y cambian la forma en que percibe la realidad. Ambos filósofos saben que sus cuerpos cambian por la vejez, conectados por un vínculo biológico que los obliga a modificar las percepciones mutuas en un esfuerzo por adaptarse al cuerpo del ser amado, de desarrollar una nueva estética acorde a lo que el cuerpo desea – biología sobre psicología, eminente como siempre en Cronenberg –, al igual que en Mortalmente Parecidos, aquella obra maestra sobre los hermanos Mantle los ginecólogos gemelos cuyo vínculo originado en la primera célula es indisoluble.

La sexualidad misma se siente distante, fría, y solamente parece adquirir vida cuando está rodeada de artefactos tecnológicos como celulares o cámaras fotográficas, cuando los cuerpos de los personajes son atacados por extrañas enfermedades que tienen un efecto liberador o cuando a éstos les son incrustados agregados tecnológicos como los perdigones radioactivos a la enorme mujer eslovena para curarla de numerosos cánceres, cuya transformación da pie a las proyecciones sobre la relación cuerpo-máquina tan características del director canadiense. De la misma forma, ésta relación produce una mutación, no sólo corporal, sino estética, y la necesidad de desarrollar nuevos paradigmas sobre los que asentar la cultura misma, incluso la apreciación de la muerte y la forma de trascenderla, como una enfermedad que es capaz de sobrevivir a la radiación. Esta vena autobiográfica, clásica para los conocedores de su filmografía, emerge con potencia en la veneración por parte de los personajes de diversos objetos tecnológicos desde motocicletas, guantes y cascos hasta audífonos capaces de alterar la percepción de los usuarios en un tira y afloja entre la carne, el espíritu y la máquina. Hay en ello claros ecos de cintas como Crash o eXistenZ. En este momento, es probable que no exista artista vivo capaz de documentar, en imágenes o palabras, la transformación del ser humano de mejor forma. En comparación, Black Mirror se antoja como un tranquilo paseo por el jardín.

El autor presenta un festín de dispositivos en los contextos más disímiles, omnipresentes siempre, como si éste fuera la membrana que separa a los personajes del resto de los seres humanos – como el tejido de la pantalla del televisor en Videodrome – encerrándolos en una realidad extraña, no paralela o psicológica, sino una realidad donde la biología anarquiza sus cuerpos forzándolos a atravesar nuevas fronteras incluso cuando ésta exige tecnología para continuar su evolución. Este avance también se ve reflejado en la ubicuidad de las comunicaciones. De alguna u otra manera, las vidas de los personajes son penetradas por las redes sociales, las noticias a través de la red, las imágenes vertiginosas como filamentos inalámbricos que atraviesan sus cuerpos, voluntariamente en el caso de Naomi – un caso endémico de la joven cuya existencia transcurre en línea – o a regañadientes como sucede con el filósofo francés, ya en un país extraño, quién ha debido abandonar su pasado ya que ha sido invadido por la velocidad de la información. La lingüística misma es presa de la biología como ejemplifica la joven canadiense, ex-alumna y ex-amante del matrimonio francés, cuyo trauma engendrado por dicha relación la ha forzado a desterrar el francés de su cerebro, una transformación de aires Lacanianos.

Todo esto en el contexto consumismo-política-economía-cultura desde el que se estructura la narración. Los viajes de Naomi y Nathan se vuelven cada vez más extraños. Las relaciones comienzan a encajar. Los antiguos alumnos y amantes de los Arosteguy se revelan como nexos inesperados con la obsesión de Célestine sobre los insectos. Entra en juego un misterioso cineasta refugiado o secuestrado en Corea del Norte que conecta la obsesión insectoide de Célestine con sus cintas, metáforas político-culturales sobre el nuevo orden social proveniente de la izquierda coreana. La escenificación del canibalismo del filósofo francés por su esposa es expuesta en una grabación aunque simplemente podría ser eso, una puesta en escena y la perfecta vía de escape del matrimonio hacia un nuevo estilo de vida sin dejar huella alguna, hacia una cultura más fascinante que la decadencia capitalista occidental. En fin, una trama compleja, pero que puede resultar ficticia en una atmósfera donde predomina la extrañeza y la alienación. Siempre hay otra vuelta de tuerca, más rebuscada que la anterior aunque más plausible también. Incluso en la última línea de la narración se abren dimensiones insospechadas a un relato que parece inagotable. Las pistas siempre estuvieron diseminadas. El drama siempre fue mucho mayor. Los personajes siempre jugaron un papel engañoso, víctimas de su propia pretensión, de sus propios deseos. Todos consumidos: los personajes, su sociedad, su cultura. Todo es consumido por sus cuerpos, sus patologías, sus secreciones; todas proyecciones físicas de la insaciable ansia consumista del capitalismo que tiene como contrapartida un consumismo de un signo incluso más extraño, el oriental, filtrado a través de una cultura más extraña. Es un relato angustioso, pero de fronteras imprecisas, casi inexpresable salvo a través de una forma laberíntica, desconcertante, pero de una progresión puramente cerebral.

En tiempos donde la irreverencia se ha transformado en un cliché insustancial, David Cronenberg requiere de un puñado de páginas para plasmar uno de los relatos más oscuros, aterradores y fascinantes de las últimas décadas, un relato que no tiene nada que envidiar a sus ya casi legendarias cintas. Los temas a los que ha vuelto una y otra vez – el origen de la violencia, la maquinización de la conciencia, el nexo entre el cuerpo y la tecnología, la relación entre biología y poder – pueden no sólo haberlo convertido en uno de los cineastas más innovadores sino que también podrían convertirlo rápidamente en un escritor de culto. Después de medio siglo, la Larga Vida a la Nueva Carne no solamente mantiene su vigencia sino que adquiere matices casi proféticos.

Isaac Civilo B.

Consumidos
David Cornenberg
Anagrama
2016
360 páginas

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