Reseña Cine: Van Gogh, a las Puertas de la Eternidad
Van Gogh, a las Puertas de la
Eternidad
El director Julian Schnabel ha
dedicado buena parte de su corta filmografía a lidiar con la vida de artistas.
En 1996 filmó la biografía de Basquiat, el artista callejero neoyorkino, y en
el 2000, Antes que Anochezca, sobre
el poeta Reinaldo Arenas. Ahora, Schnabel vuelve al retrato de uno de los más
grandes y más atormentados creadores de la historia, Vincent Van Gogh,
interpretado por un sobresaliente William Dafoe.
La cinta se centra en la última etapa
de la vida del pintor, trabajando en su arte gracias al patrocinio de su
hermano Theo (Rupert Friend), y con la intención de emigrar a lugares que
puedan revelar una nueva realidad, aquellos colores difíciles de encontrar en
los grises climas donde se ha desenvuelto durante los últimos años, rodeado de
pintores que parecen más preocupados de establecer cierta jerarquía en el
gremio que de buscar algún tipo de verdad artística.
En este clima llega el pintor
francés Paul Gauguin (Oscar Isaac). Enérgico, severo incluso, Gauguin desprecia las pequeñas ambiciones de estos pintores. Piensa en sí mismo y en su
generación como aquella poseedora de un gran propósito, la misión de renovar la
pintura ahora que “los impresionistas han
entregado todo lo que tenían que entregar”. Van Gogh ve en Gauguin un alma
afín, alguien con quien debatir aquellos elevados temas sobre los que ha
reflexionado a través de los años y acepta su consejo de viajar al sur a fin de
encontrar los matices necesarios para una nueva pintura.
La cámara errática y los encuadres
vertiginosos dan cuenta del enorme conflicto que se desarrolla en el alma de
Van Gogh. La febrilidad, incluso la ferocidad con la que el pintor busca la
eternidad en la naturaleza lo empuja, alejándolo de las personas que lo rodean
y de las muchas menos que lo aprecian. Cuando está solo, intentando captar los
vastos paisajes en su lienzo, la cámara se estabiliza, los planos se expanden y
se ralentizan. El artista se siente cerca de aquello que anhela. Sin embargo,
al volver al pueblo donde se hospeda, regresa también la inquietud, la
desesperación y la agresión. Sean niños, una profesora, un sacerdote o los
posaderos que lo rodean, su visión encuentra el más duro rechazo. Gauguin,
quien lo ha acompañado durante unos meses a petición de Theo, le indica que
está rodeado de campesinos ignorantes que nunca entenderán su arte.
Cuando la cámara asume la perspectiva
de Van Gogh al caminar por las calles, hay un corte horizontal que divide la
imagen en una diáfana, superior, y una borrosa, algo distorsionada, inferior,
como si solamente tuviese ojos para lo que se encuentra sobre las cabezas de
las personas. La ferocidad de su espíritu, sin embargo, sólo asoma en contados
momentos de contacto humano. El director parece reservar el salvajismo interno
a los cuadros mismos, a la energía con la que el pincel se hunde en la pintura
y la traslada a lo largo de la tela. “Tu
cuadros no son pinturas, son más cercanos a la arquitectura”, le indica
Gauguin.
Ésta no es una cinta de diálogos. El
director Julian Schnabel, también pintor, decanta su expresividad en las
imágenes: la vegetación, los paisajes, el cielo, las pequeñas habitaciones. Y
lo hace muy bien. La fidelidad a los hechos biográficos pasa a segundo plano,
al igual que las palabras. Van Gogh, la persona, da paso a Van Gogh, la figura.
Lo que importa aquí es la luz, los colores, el ángulo y el corte. Maestros como Andrei Tarkovski y Alexander Sokurov han sostenido que la
pintura tiene mucho más que ver con el lenguaje cinematográfico que la
literatura. Y Schnabel también lo sabe. Quizás ninguna película sea nunca
suficiente para plasmar la vida del atormentado artista, pero Van Gogh, a las
Puertas de la Eternidad es de las que más se ha aproximado.
Isaac Civilo B.
Van
Gogh, a las Puertas de la Eternidad
Julian
Schnabel
Francia
2018
111
mins.
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