Reseña: Desayuno de Campeones de Kurt Vonnegut


Desayuno de Campeones

Lucidez y una risa agridulce es lo que Kurt Vonnegut entregó a la literatura. En realidad, era algo más que lucidez, algo así como supralucidez, un exceso de claridad que tenía la fuerza de un tsunami. Por supuesto, también dejó mucho más a la literatura. La risa agridulce siempre estuvo en sus páginas como un mecanismo cuyos engranes eran la broma – a veces cósmica, a veces banal –, la paradoja, el malentendido, el suceso pequeño que es capaz de destruir las más grandes estructuras, sean narrativas o conceptuales, como aquella piedrecilla que provoca una avalancha. Para muchos de sus seguidores, Desayuno de Campeones es una de sus mayores obras. La novela publicada originalmente en 1973, a sus cincuenta años y en medio de su carrera, fue, en sus palabras, un regalo para sí mismo. Un trabajo metaliterario y metaficticio que se convirtió en un clásico de las letras estadounidenses y donde Vonnegut definitivamente dio rienda suelta a todas aquellas obsesiones que desembocaron en lo que sería uno de los cuerpos literarios más originales e irrepetibles del siglo pasado.

Hay un escritor, Philboyd Studge – alterego de Vonnegut, creador del universo, titiritero macabro – que se propone narrar una gran historia, pero ya no sobre hechos, ni sobre héroes ni heroínas, sino una historia donde todos los protagonistas sean importantes, todos tengan algo que decir. Studge trae de vuelta a uno de los personajes más queridos de la obra de Vonnegut, Kilgore Trout, aquel escritor ficticio de ciencia ficción, prolijo, con ciento diecisiete novelas y dos mil cuentos que se pasea por varias de las obras del autor de Matadero Cinco. Aquí Trout juega un papel esencial aunque desgraciado. Es el responsable de empujar a la locura a Dwayne Hoover, un rico vendedor de autos Pontiac. Pero lo hace sin saberlo, indirectamente a través de una de sus ciento diecisiete obras ficticias.

Vonnegut (o Studge) divide el relato en dos líneas narrativas. Por un lado, Kilgore Trout y su viaje hacia un Festival de Arte, auspiciado por el Señor Rosewater (sí, el mismo de Dios le Bendiga, Sr. Rosewater), festival al que no desea asistir, pero asiste a regañadientes para mostrarles a todos esos esnobistas lo que un artista fracasado es, sus publicaciones en revistas pornográficas, su físico consumido. Dwayne Hoover, por el otro, sufre ecolalia, sufre el suicidio de su madre, sufre el abandono de su hijo, pero sigue vendiendo autos y siendo exitoso. Ambos están destinados a encontrarse en el piano bar de Midland City, hogar de Hoover. Este último está destinado a encontrar la locura. Las historias de ambos son más que historias. Son cadenas de microrrelatos, insinuaciones, vaguedades, circunlocuciones y observaciones. Observaciones de diferentes personajes que entran y salen del relato, observaciones sobre la historia de Estados Unidos, observaciones del siglo XX, observaciones de la futilidad de la existencia humana, ilustradas al estilo Vonnegut, “para niños o extraterrestres por un loco, que bien podría ser el creador del universo”.

La temporalidad de la historia es alterada. El autor mismo, Studge o Vonnegut, entra en cada relato para dar lógica a los acontecimientos, a veces se incluye a sí mismo en el relato, como voyerista, como creador, como dios imperfecto y agobiado, como narrador o como simple espectador. En cualquiera de los casos, sus lentes negros son el perfecto prisma para aproximarse a la misantropía, a las bromas más amargas, a la risa desesperada y al sinsentido humano. Y también a esa pequeña esperanza, titilante como una vela a punto de extinguirse.

Como creador de todo, el autor decide mejorar el universo y a las personas que viven en él, pero su propia vida se lo impide. El suicidio de su madre, la muerte de su hermana, sus experiencias en la guerra, la mentalidad comercial que infecta todo y convierte a las personas en máquinas, la ignorancia, el egoísmo, la crueldad intrínseca, las matanzas…en fin, en el siglo XX y en la historia hay motivos de sobra para que el mismo creador no se atreva a realizar grandes acciones. En contraste, emprende una labor mucho más honesta y humilde. Decide sanar a los personajes de sus libros – comenzando por Kilgore Trout – a aquellos a quienes concedió vidas llenas de dolor como si fueran recipientes del suyo propio. Una pequeña labor, la única posible, para el gran creador de todo, un escritor que nunca se acobardó ante las cartas que el destino le deparó, el padre de una invención nunca vista. Un maestro.

Isaac Civilo B.

Desayuno de Campeones
Kurt Vonnegut
La Bestia Equilátera
304 páginas

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