Juego de Tronos
Temporada Final
Es muy poco probable que hace casi diez años los ejecutivos de HBO hayan
imaginado el éxito que Juego de Tronos
alcanzaría. En honor a la verdad, su apuesta por la serie fue bastante modesta,
tímida incluso. En el momento en que buscaban desesperadamente a la sucesora de
Los Soprano – que Boardwalk Empire no pudo capitalizar en
cifras tan altas a pesar de su innegable excelencia – la serie basada en los
libros de George R. R. Martin llegó algo de rebote. Las series de fantasía no
asomaban a lo que podía considerarse como la creme de la creme televisiva.
Es posible que su veta más histórica y política hayan sido los puntos
determinantes a la hora de lograr la luz verde por parte de HBO.
Ya antes de la segunda temporada el show había explotado y no mucho
después quebraba todos los records a medida que se transformaba en un fenómeno
cultural, rompiendo barreras sociales, etarias, políticas y de cualquier tipo.
Ahora, varios años después, no es fácil analizar su última temporada de manera
aislada, sin considerar el fenómeno en sí. Suele ser de esa manera con aquellas obras que
arrasan y marcan época.
No solamente las expectativas eran altas por ser el cierre sino también
por un año de desfase adicional en la última temporada, período de tiempo que
solamente sirvió para exacerbar aún más docenas de teorías sobre el final de la
saga, incrementar la presión sobre las novelas todavía no finalizadas de
Martin, internalizar que de una u otra manera las esperanzas de un gran número
de seguidores serían defraudadas y, por supuesto, ser sujeto a una tormenta
publicitaria como pocas veces se ha visto alrededor de una serie de televisión.
Todo lo anterior bajo el conocimiento que ésta sería la temporada más corta de
todas a pesar de que HBO no tenía problemas en financiar una de diez episodios o
más.
Mucho se ha dicho sobre la manera de condensar tal cantidad de
información en seis capítulos, incluso si éstos eran de mayor duración que la
normal. Ni Vientos de Invierno ni Un Sueño de Primavera han salido al
mercado, por lo que el material base, en el grueso, no existía. Sin embargo,
Martin ya había revelado que ambos superarán de largo las mil trescientas
páginas por lo que no dejaba de llamar la atención que las últimas dos
temporadas hayan sido más cortas. O quizás debido a la misma falta de las obras
literarias los guionistas David Benioff y D. B. Weiss decidieron decantar por
lo medular. A través de las temporadas anteriores ya lo habían hecho, obviando
varios personajes importantes, tamizando las lecturas religiosas e históricas
de las novelas, minimizando el alcance de Dorne, Pyke y otras culturas a fin de
centrarse en las líneas argumentales propuestas desde los primeros episodios:
La Casa Stark, La Casa Lannister, La Casa Targaryen, El Muro y los Caminantes
Blancos. Alrededor de estos, el resto siempre se sintió algo accesorio, con un
potencial que los realizadores nunca decidieron explorar en profundidad.
Cualquier lector de las novelas sabe que fácilmente se podrían haber filmado
catorce o quince temporadas. Martin mismo lo confirmó y lo propuso, pero los
guionistas habían decidido.

Y de cierta manera les pasó la cuenta. No es secreto que ésta temporada
puede haber sido la más débil, la que mostró más grietas en su estructura: el
ritmo narrativo se aceleró a una velocidad que era impensable y muy diferente
ante lo trazado, por ejemplo, en la primera temporada; la historia parecía
saltar, a menudo, de suceso en suceso, mostrando, pero nunca profundizando; las
batallas inexplicablemente parecían carecer de ritmo, víctimas de una edición y
un montaje erráticos, muy lejanos a la férrea estructura de La Batalla de los
Bastardos, La Batalla de Aguas Negras o La Batalla del Muro en temporadas
anteriores. La caracterización fue posiblemente la más dañada debido a la
velocidad de los episodios. Es difícil rescatar a algún personaje que no se
haya sentido disminuido, desaprovechado o que haya perdido algo de profundidad
a lo largo de estos seis episodios, especialmente cuando éste era uno de los
puntos más sólidos de la serie. Más allá de los giros sorpresivos en algunos
casos – que llevaron a una ridícula propuesta a través de change.org para cambiar el final de la serie – no es
tanto el qué, las premisas, sino el cómo donde se sintió el daño. Martin
finalizará su saga de la misma forma que la serie, lo que, dicho sea de paso,
es totalmente consecuente con miles de años de historia en su crueldad intrínseca,
en sus juegos políticos y en la corrupción del poder, pero es seguro que en sus
páginas contemplaremos los matices y las profundidad emocional que, de cierta
manera, esta última temporada no entregó cómo se esperaba.

Por supuesto, hay mucho buen hacer también. La dirección, la
musicalización, el diseño de arte, los vestuarios, los escenarios y la
producción total han demostrado que los mejores recursos se pusieron al
servicio del show, pero como en toda empresa creativa, la posibilidad de que no
se consiga un resultado óptimo siempre está presente. Esto ha sido algo
redimido por un último episodio que, en buena parte, ha recuperado el pulso
narrativo de entregas anteriores, donde se han recuperado personajes, se han
unido cabos correctamente y se ha logrado establecer cierta mitología, sin duda
uno de los puntos más importantes de la saga. Si bien mucho de esto está algo
abreviado por la naturaleza televisiva, varios de los tropos que Martin ha
desarrollado en varias de sus obras – Muerte
de la Luz, Los Viajes de Tuf, Refugio del Viento, Sueño del Fevre – han trascendido hasta formar parte de un nuevo
imaginario: la importancia de la memoria histórica, el papel fundamental de la
tradición – tan denostada hoy en día –, el poder del lenguaje y la intrínseca
capacidad y necesidad humana de narrar historias, una forma de desterrar la
muerte y vencer al olvido.

Más allá de todo aquello que puede ser criticable, sin embargo, sí hay un gran
triunfo de Juego de Tronos, algo
inapelable. Ha probado sin duda alguna que la literatura de géneros como la
fantasía, la ciencia ficción, el terror y otros bastante menospreciados pueden
sentirse tan reales como cualquier otro tipo de literatura realista y pueden llegar a grandes audiencias, incluso más grandes
que cualquier otro género. En este sentido, la obra de Martin y su adaptación
han abierto la puerta para que los ejecutivos de las grandes cadenas comprendan
que material de calidad hay de sobra y que existe un público de millones a la
espera de la materialización del mismo. La lista de proyectos crece mes a mes y
es testimonio del interés existente: El
Señor de los Anillos en su Segunda Edad, La Rueda del Tiempo de Robert Jordan, Mundo Anillo de Larry Niven, La
Cultura de Iain Banks, Buenos
Presagios de Terry Pratchett y Neil Gaiman por parte de Amazon; The Expanse, El Fin de la Niñez de Arthur C. Clarke e Hyperion de Dan Simmons por parte de Sci-Fi; La Maldición de Hill House, Stranger
Things, Love, Death & Robots
y El Brujo Geralt de Rivia por parte
de Netflix son solo algunas de las series que en menor o mayor medida deben su
existencia actual o futura al éxito de Juego de Tronos
y al espacio que conquistó para las propuestas de los géneros mencionados, y
que difícilmente habrían sido aprobadas sin el precedente que Canción de Fuego y Hielo ha establecido.
Incluso ha penetrado en el mundo del cine y quizás haya motivado a que, al fin,
una gran productora haya decidido poner todos los recursos necesarios para
materializar la tan esperada adaptación de Dune
– la raíz moderna del mito – por parte del director Denis Villeneuve.
No es poco haber logrado abrir dicho espacio y, a pesar de algunos
altibajos de la serie, un sentido agradecimiento es lo menos que se puede
entregar a Juego de Tronos y lo que
ha brindado durante casi diez años. Su vacío será difícil de llenar, pero su
memoria tiene asegurada la permanencia en el imaginario colectivo.
Isaac Civilo B.
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