Reseña: El Bebé de Rosemary de Ira Levin


El Bebé de Rosemary

Ira Levin no fue un escritor prolífico, al menos no en el sentido más convencional del término. El autor norteamericano solamente escribió siete novelas en su vida, menos que la cantidad de obras teatrales que firmó como propias. Sin embargo, es difícil pensar en otro hombre de letras que haya mantenido una calidad tan alta en cada una de sus obras literarias y, sobre todo, una pulcritud tal en la construcción de sus trabajos. Quizás no sea erróneo pensar que el tiempo que otros escritores dedicaban a crear cuatro o cinco libros, Ira Levin lo dedicaba a pulir un único volumen. Tanto en el terror, el suspenso o la ciencia ficción, sus obras son mecanismos donde cada engranaje funciona sin el más mínimo error.

El Bebé de Rosemary – burdamente traducida en ocasiones como La Semilla del Diablo – es el más famoso ejemplo de la prolijidad alcanzada por Levin. La historia de ésta, su segunda novela, es conocida. El matrimonio de Guy y Rosemary Woodhouse se muda al edificio Bramford, una antigua construcción neogótica en pleno Nueva York. A pesar de las advertencias de un amigo cercano, la pareja está feliz de llegar a tan distinguido sector y comenzar su vida matrimonial en un nuevo ambiente.

La verdad es que la historia de Bramford está plagada de sucesos raros. Hutch, su amigo, les cuenta sobre suicidios, asesinatos, desapariciones e incluso casos de brujería que han ocurrido décadas antes, pero Guy y Rosemary insisten en mudarse. Su percepción es ratificada por los amables vecinos que moran en el edificio, especialmente de la pareja de ancianos que vive en el departamento contiguo. Minnie y Roman Castavet los reciben con brazos abiertos, ofrecen su ayuda en todo lo posible, los invitan a fiestas y cuidan de su comodidad día tras día. A pesar de considerarlos algo entrometidos, Guy comienza a visitarlos más a menudo. Su carrera de actor no puede consolidarse, pero un colega sorpresivamente pierde la vista y Guy asume el papel estelar en una obra teatral, lo que significa el paso necesario para que su carrera despegue y lo lleve a Hollywood.

Rosemary, ya embarazada, se siente intranquila, pero sus sospechas son infundadas hasta el encuentro fortuito entre Hutch, el amigo de la familia, y Roman Castavet en el departamento de los Woodhouse. Si bien, el encuentro gatilla la desconfianza de Rosemary hacia sus vecinos y su esposo, Levin maneja la situación con una pluma superlativa, solamente recurriendo a detalles como las miradas, el ritmo de la respiración o el lento movimiento de los dedos para trazar la pesadilla que se avecina. Es un ejemplo perfecto de lo que realmente brilla en El Bebé de Rosemary. El terror, por supuesto, siempre está ahí, soterrado, pero las herramientas narrativas que Levin usa son las que propulsan la narración más allá de los límites de la historia de suspense hacia la esfera de literatura de primera clase.

Capítulo tras capítulo, el autor desarrolla una atmósfera claustrofóbica sin recurrir a ningún aspaviento o a golpes de efecto. Al contrario, el lector difícilmente puede identificar los recursos y los elementos a los que Levin echa mano para graduar la tensión del relato hasta que ésta ha aumentado de tal manera que es imposible escapar de ella. Los personajes son dibujados con pocos trazos y nunca expresan nada más de lo necesario. La austeridad de su prosa es uno de sus mejores rasgos. El ritmo mismo de la novela está graduado como si fuera cortado con bisturí y refuerza el imperceptible crescendo de una tensión que no afloja hasta las páginas finales, pero que nunca corre desbocado a pesar de la oscuridad y la paranoia inherente al relato.

Desde el primer capítulo, todos los indicios han sido sembrados con cuidado a través del relato, pero salvo lectores muy experimentados, es difícil unirlos en su simpleza. El desenlace es todo lo que debería ser, sin falsedades ni artimañas. Como decía Alfred Hitchcock, el maestro en la creación del suspense, el final ha sido cautelado desde el comienzo, sin siquiera una mínima fricción respecto del desarrollo de la narración. Por ende, tampoco es extraño que el más grande discípulo de Hitchcock, Roman Polanski haya realizado una soberbia adaptación de la novela, no sólo en cuanto fidelidad a la obra original, sino con su lenguaje cinematográfico virtuoso capaz de representar la estética y los elementos constitutivos de la novela de Levin. 

Pocas son las obras de terror que son capaces de trascender el género y llegar a un público masivo que las aprecie como buena literatura a secas. Y muchas menos son las obras que establecen cánones que un sinfín de novelas seguirán durante décadas tanto dentro del terror y el suspenso como fuera de él. El Bebé de Rosemary es una de esas extrañas joyas.

Isaac Civilo B.

El Bebé de Rosemary
Ira Levin
Ediciones B
304 páginas

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