Reseña: El Gran Desierto de James Ellroy
El Gran Desierto
"Estaba escrito que yo debería permanecer fiel a la pesadilla de mi
elección." Este epígrafe tomado de El
Corazón de las Tinieblas de Joseph Conrad abre la segunda novela del Cuarteto de los Ángeles, ese ya
legendario grupo de obras que se desarrolla en las décadas de los 40s y 50s en
la ciudad de la costa este. Y a decir verdad, no podría haber sido mejor
elegido. Conrad en la selva y Ellroy en la ciudad trazan el mismo viaje hacia
la oscuridad y lo desconocido, hacia la destrucción y la tragedia.
Ellroy nunca se ha andado con bromas.
Tras la clásica La Dalia Negra, el
escritor subió las apuestas y decidió embarcarse en una narración, algo más
coral que su antecesora, sobre un grupo de agentes atormentados y su relación
con una investigación de tintes testamentarios. Es 1949 en Los Ángeles,
Navidad. Y el cadáver mutilado de un hombre da la voz de alerta a las
autoridades. Las mordeduras de animal por todo su cuerpo, la falta de ambos
ojos, las eyaculaciones en sus cuencas oculares, el miembro que ha sido
introducido en su cuello a través de una abertura en su tórax, el corazón
reventado por la heroína…los ecos de La
Dalia Negra vuelven a retumbar en L.A.
El joven agente del departamento del
Sheriff, Danny Upshaw, es el encargado de rastrear al asesino. Con poca ayuda y
poco presupuesto, el agente debe ingeniárselas para trazar la trayectoria de
los sucesos. Visitas a bares de jazz, conversaciones con negros, noches en vela
y venta de droga conforman el paisaje que debe recorrer. La indiferencia de sus
compañeros agentes y las indirectas amorosas de la secretaria poco significan
para el joven. Desde el comienzo, la obsesión le ha hincado los dientes.
Malcolm “Mal” Considine, ambicioso
fiscal de distrito, se asocia con el teniente Dudley Smith, un cruel gigante
irlandés y otro fiscal de distrito aún más ambicioso, Ellis Loew. Estos dos
últimos, hombres corruptos y violentos, planean una caza de brujas contra los
comunistas, empezando por guionistas, productores y actores hollywoodenses. No
piensan cesar de interrogar, torturar, chantajear y asesinar hasta construir un
caso tan grande que todas las células rojas hayan sido erradicadas. Considine,
tiene una relación bastante tensa con ambos, pero lo es aún más con su esposa checoslovaca
a quien rescató de los campos de concentración nazis. Considine descubrió que
ella se prostituyó con un general nazi para sobrevivir en los campos mientras
su hijo fue abusado durante dos años en el exilio por una pareja de ancianos.
El fiscal ama al hijo de su esposa, pero ésta planea el divorcio y quedarse con
la custodia.
Turner “Buzz” Meeks, violento ex
policía, ahora se gana la vida trabajando como hombre duro para el
multimillonario Howard Hughes y el gángster Mickey Cohen. Meeks ha ganado
dinero y también peso, se mueve en los bajos círculos quebrando dedos y
llenando de plomo a quienes sus jefes desean. Las relaciones de confianza son
frágiles y se resquebrajan más cuando Meeks inicia un amorío con la mujer de
Cohen. Y por si fuera poco, también se involucró con la esposa de Mal Considine
cuando éste se encontraba en Europa. Tiempo después, Meeks recibió cuatro balas
aunque nunca se descubrió quien estuvo detrás de ello.
Todos estos hombres han sido
sobrepasados por las circunstancias. Hay poca felicidad en sus vidas, son
hoscos, a veces amorales, están desarraigados de sus familias y su profesión es
el último enclave en el que sobreviven. Antes de la mitad de la novela, Ellroy
los une en torno a la investigación anticomunista ideada por Smith y Loew.
Decir que hay roces es poco. Los crímenes sexuales continúan azotando a Los
Ángeles. Upshaw asume una doble investigación: los crímenes que lo obligan a
deambular por lo más bajo de la ciudad, por un lado, e infiltrarse como doble
agente en el mundo de las asociaciones comunistas al interior de Hollywood, por
el otro. Considine lo apadrina mientras se encarga de los peces gordos rojos en
posiciones de poder. Meeks comienza el chantaje entre productores y guionistas.
Hay enfrentamientos entre bandas mafiosas, tráfico de las sustancias más
fuertes, prostitución, sodomía, extorsión, peleas a puños al interior de los
cuarteles de policía, más asesinatos, tráfico de influencias.
La atmósfera es tan densa como la
cantidad de información que Ellroy provee al lector. Ésta a veces se siente
como una aplanadora, pero es casi un requerimiento del autor que el lector se
enfrente a ella, un ritual de preparación para un último tranco donde las
revelaciones y los giros de tuerca se suceden a un ritmo de vigor arrollador.
Lo anterior tiende a provocar en los lectores de sus obras una sensación de
angustia o asfixia, como si cayéramos lentamente junto a los protagonistas
hacia un horror cada vez más negro, hacia la certeza de que el mal está tan
enraizado en la fibra de la realidad y en la fibra humana que es inútil
siquiera intentar atenuarlo.
El estilo ratifica dicha sensación.
Sus adjetivos cortantes, sus diálogos rápidos y afilados, su lenguaje duro se
recrean en las situaciones de violencia y extorsión como ningún otro escritor.
Sin embargo, y a pesar de las áreas tan sombrías que toca, su ímpetu
imaginativo es capaz de generar historias universales con personajes
soberbiamente caracterizados, cincelados en el mármol de su desarraigo y su
dolor. La potencia de su prosa es innegable al igual que la virulencia a la que
recurre a menudo para la descripción de algunas de sus escenas, ante las cuáles
los lectores se sorprenden con mandíbulas colgantes. Por momentos puede ser una
experiencia extenuante, pero es lo de menos ante lo narrado y cómo ha sido
narrado, ante un tejido tan denso, pero logrado de forma tan maciza.
Hace unos años, James Ellroy declaró
que era “un maestro de la ficción” y
“el más grande escritor de novela negra
de todos los tiempos. Soy a la novela negra lo que Tolstoi es a la novela rusa
y lo que Beethoven es a la música”. A primeras, quizás muchos puedan
considerar que son palabras apuradas, palabras de un individuo que se tiene en
demasiada estima. Sin embargo, después de la lectura de El Gran Desierto (o de cualquiera de sus otras obras), nos
cuestionamos y tendemos a asentir con aceptación ante la veracidad de tal
declaración. Es casi imposible pensar siquiera en otro narrador de tal
vehemencia, de tal ímpetu y con un universo autoral tan poderoso. Casi
inexistentes son los artistas que pueden brindar una experiencia tan intensa y
apasionante.
Isaac Civilo B.
El
Gran Desierto
James
Ellroy
Random
House
528
páginas
Comentarios
Publicar un comentario