Reseña Cine: I Am Mother


I Am Mother

Siempre resulta vigorizante observar la forma en que una gran actriz como Hillary Swank se desenvuelve en un género donde nunca antes ha interpretado rol alguno, como la ciencia ficción. I Am Mother, el primer largometraje del director Grant Sputore, le entrega tal posibilidad. Estrenada en Netflix hace algunas semanas, la película vuelve sobre el ya manido concepto de un futuro post apocalíptico donde la raza humana ha sido casi borrada de la faz de la tierra. Un androide llamado Mother es el encargado de repoblarla usando un conjunto de embriones mantenidos al interior de una base protegida de una atmósfera dañina y de un clima extremo.

Una joven, la única humana en la base, es educada por el androide. Día tras día, a través de variadas pruebas y clases, el robot evalúa el progreso de su pupila en diferentes áreas. No hay ventanas en la base, no hay caminos al exterior ni comunicación con otros seres humanos. Bajo el pretexto de una contaminación letal, Mother mantiene a la joven aislada al interior de la base. Por parte de ésta, no hay sospecha ni duda. La extinción ha sido conocida durante décadas y no hay razón para cuestionar la decisión de su superiora. Al menos hasta la aparición de un ratón aparentemente no contaminado que despierta las dudas en la joven a pesar de que el androide se deshace rápidamente de él incinerándolo ante una posible contaminación.

No hay mucho más durante estos primeros minutos. Los diálogos son mantenidos al mínimo aunque ocasionalmente intentan dar la impresión de profundidad o el potencial desarrollo de ciertas ideas durante el resto del metraje a través de algunas citas a filósofos o célebres humanistas de siglos anteriores. En esto, I Am Mother comparte las mismas características de otras cintas recientes como Ex Machina: cierta estética de espacios sanitizados, casi antisépticos, pistas diseminadas, silencio salvo por los ruidos provenientes de la maquinaria, vagas nociones humanistas sobre la búsqueda de la identidad. Hay algo de sugerente en todo esto, pero al igual que la cinta de Alex Garland, la profundidad es escasa.


La llegada de una mujer herida a la base y la relación que entabla con la joven trastocan el vínculo de esta última con el androide. Al parecer, la contaminación y la extinción no son tales, y en realidad existe vida humana que sobrevive en el exterior. Por momentos, la interpretación de Hillary Swank como la mujer herida parece capaz de dirigir la cinta en otra dirección, pero desafortunadamente pronto tal oportunidad se diluye. No hay mucho más que decir al respecto. Más allá de su puesta en escena prístina y algunos efectos especiales bien logrados, lo que domina el resto de la cinta es una seguidilla de clichés, secuencias de acción y la constante falta de ideas. Los conceptos que fueron muy levemente esbozados durante el comienzo del metraje nunca llegan a ser más que eso, esbozos. El conflicto humano/androide, las intenciones de exterminación y dominio de la máquina, la rebelión humana – todos temas vistos y explorados hasta el hartazgo en decenas de otras cintas de ciencia ficción, en algunos casos de forma muy superior – nunca pasan más allá de un par de líneas en un guion mediocre.

Lo que sí llama la atención es la forma en que esta nueva estética de cintas de ciencia ficción se ha establecido como la estética dominante. En realidad, básicamente todas las cintas que han optado por intentar recrear lo que Stanley Kubrick logró con la sobriedad y la elegancia de Odisea Espacial han fracasado estrepitosamente. Incluso en el ambiente diáfano adaptado de la novela de Arthur C. Clarke, la cinematografía y la expresividad del trabajo del director norteamericano no han encontrado parangón, y bajo ellas, siempre hubo un tono acechante. Tanto es así, que las mejores cintas de ciencia ficción de las décadas siguientes han tenido que adentrarse en ambientes lúgubres, amenazantes y que no dejan espacio a la transparencia. Desde Dark Star de John Carpenter, regresando a Kubrick con A Clockwork Orange, pasando por Alien y Blade Runner de Ridley Scott, desembocando en las cintas de David Cronenberg y George Romero e incluso en las texturas geológicas y biológicas de Arrival – por no hablar de las cintas europeas – los mejores esfuerzos de la ciencia ficción se han movido lejos de la pulcritud de proyectos más recientes.


I Am Mother es un penoso ejemplo de cómo el énfasis en una inmaculada puesta en escena es insuficiente al intentar subsanar carencias más profundas. Ni siquiera posee en sus imágenes lo que el filósofo coreano Byung-Chul Han destaca como el aspecto sublime de la belleza en su notable ensayo La Salvación de lo Bello: lo sublime en el sentido clásico, gigantesco, pavoroso, aterrador incluso, por sus dimensiones que el ser humano es incapaz de abarcar y que dotaban a la belleza de un filo, de un riesgo que era parte fundamental de sí. William Blake también conocía ese aspecto amenazador de lo sublime: “El rugido de los leones, el aullido de los lobos, la cólera del mar tempestuoso y la espada destructora son porciones de la eternidad demasiado grandes para el ojo del hombre”.


En I Am Mother no hay ni uno ni lo otro. No hay ideas y tampoco hay belleza, mucho menos el vislumbre de lo sublime en su pobre imaginería. Lo que hay es aquella belleza que obedece al mercado y al marketing, aquel ideal impoluto de las superficies lisas, de las pantallas táctiles, de un ideal estético que no ofrece resistencia ni riesgo a su audiencia. La falta de expresividad de la dirección, un guion banal, y la carencia de ideas profundas no hacen sino ratificar todo lo anterior. Es una estética geek, antiséptica, pulida, sin extrañeza, sin negatividad. Una estética que se originó agotada y que, en el mejor de los casos, es una muy pobre imitación de obras concebidas por mentes superiores.

Isaac Civilo B.

I Am Mother
2019
Netflix

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