Reseña TV: Dracula de Netflix


Dracula

Mark Gatiss y Steven Moffat han sido dos guionistas bastante astutos a la hora de hacerse un espacio en la pantalla chica en la época del streaming. Con algunos capítulos de Dr. Who y especialmente con Sherlock ambos entraron a lo grande a la nueva era televisiva a pesar de que su carrera ya se extendía por años en otras series de TV. Por ende, no es de extrañar que la BBC y Netflix hayan solicitado sus servicios para una nueva adaptación de Dracula.

Usar el término adaptación, no obstante, puede llamar a engaño. Poco, muy poco hay de la novela de Bram Stoker y de innumerables adaptaciones cinematográficas, desde aquellas inmortales obras del expresionismo alemán que fueran rodadas hace casi un siglo hasta el Dracula de Francis Ford Coppola. Gatiss y Moffat aplican el mismo método que usaron para Sherlock, tomar algunos conceptos básicos de la obra fuente para después sembrar su cosecha a través de largos episodios. Es el último grito de la moda televisiva: adaptar obras clásicas y no tan clásicas para las nuevas sensibilidades, los nuevos tiempos, pero sin lograr acercarse a aquellos trabajos inmortales, distanciándose de la esencia de éstos para entregar una adaptación de poca monta y que se mueve en el terreno del entretenimiento obviando los aspectos más interesantes que escritores y cineastas han desarrollado durante décadas y siglos previos.

En términos de similitudes, el primer episodio es el que guarda más cercanía con la novela de Bram Stoker aunque su narrativa parece reprocesada y torturada por un aire postmoderno. Lo que los guionistas toman son algunas escenas del comienzo del libro para, rápidamente, introducir una serie de tropos que poco y nada tienen que ver con las figuras que el escritor inmortalizara en sus páginas. A medida que el segundo episodio avanza, es claro que el rumbo de la miniserie se aleja cada vez más. El viaje en el barco Demeter ha sido narrado innumerables veces en el cine, pero su trayecto se reducía a unos pocos minutos de sangre, una atmósfera opresiva y la solemne llegada del conde a Inglaterra. Esos pocos minutos han sido transformados en una hora y media donde lo mejor del viaje se pierde dando paso a una serie de giros previsibles, rápidos golpes de efecto, erráticos movimientos de cámara y a una serie de ideas inexistentes en la novela.

Casi se podría leer como un viaje donde el malvado hombre blanco saca ventajas de su posición de poder y abusa de distintas minorías. Ésta podría ser una sobrelectura sino fuera por el tercer episodio donde, después de 123 años sumergido a metros de la costa, Dracula emerge hacia la Inglaterra moderna y multicultural, tecnológica y ruidosa, donde lo único que va quedando de la obra de Stoker son los nombres de algunos personajes, ya irreconocibles bajo una pátina de postmodernismo asfixiante. Lo que sigue son otros 90 minutos de giros previsibles, un humor bastante sonso y algunos de los peores intercambios de la miniserie al son de discotecas, whatsapp y las paredes blancas satinadas tan características de hoy en día.

Gatiss y Moffat, para ser justos, tienen algo de talento para diálogos rápidos, dinámicos, y la constante vuelta de tuerca – aunque esta vez no les salga tan bien –. Sus creaciones suelen tener un ritmo casi frenético, donde la información para el espectador no se dosifica, por el contrario, fluye de manera casi imparable sustentada por un montaje que no da respiro, una visualidad funcional y donde lo que realmente importa es la revelación constante. Sin embargo, estos valores son vacuos y se agotan tan pronto ya no hay más giros a los que echar mano. Se mueven más cerca de la anécdota y mucho antes del final de su desenlace ya se sienten sobreexpuestos y repetitivos. La debacle de la temporada más reciente de Sherlock es un ejemplo perfecto.

Sin embargo, su característica más sobresaliente es la casi inexistente caracterización de sus personajes. Aquí la dupla de guionistas lisa y llanamente decide nunca profundizar en los conflictos y la psicología de sus protagonistas. Los seguidores del Conde Transilvano saben que uno de sus rasgos más llamativos es su existencialismo y la naturaleza atormentada de su vida. Bueno, todo aquello ha desaparecido aquí: la soledad de los siglos, el cuestionamiento de su propia naturaleza, la tragedia del pasado, la búsqueda del amor a través del tiempo. Todo aquello que dotaba a Dracula de una humanidad que redescubría después de siglos y a la que desesperadamente se aferraba ha sido dejado de lado en pos de pláticas triviales, sin profundidad alguna.

De la misma manera, Van Helsing es una oportunidad perdida. La representación femenina del icónico científico está lejos de la genialidad y la excentricidad de la figura original, y es igualmente lejana de algunas notables interpretaciones cinematográficas, siendo la de Anthony Hopkins en el Dracula de Francis Ford Coppola la más reciente. En su lugar, tenemos dos o tres frases llamativas y constantes intercambios con Dracula que se diluyen poco a poco y que parecen remitir más a un liviano intercambio de géneros en lugar de la mucho más interesante dicotomía entre ciencia y superstición, entre el conocimiento y lo sobrenatural, y la forma en que la primera se encontraba incapaz de desentrañar aquellos oscuros abismos y la retorcida mitología desde donde emergía la figura del vampiro.


Los tres episodios de los que se compone esta miniserie están a años luz de los clásicos del cine mudo, de las figuras de Bela Lugosi, Lon Chaney Jr., Christopher Lee, Peter Cushing o Gary Oldman, de la monumental Nosferatu: Phantom der Nacht de Werner Herzog con Klaus Kinski como el vampiro, de las cintas de la legendaria Hammer. Incluso en el apartado de aquel humor ácido dista leguas de la notable The Fearless Vampire Killers (La Danza de los Vampiros) de Roman Polanski. Lo que a esta altura realmente llama la atención es cómo las nuevas sensibilidades son incapaces de realizar una adaptación que mantenga cierta destreza paralela a una cuidada orfebrería narrativa y gravedad dramática. Y lo que llama incluso más la atención es cómo son incapaces de generar relatos, personajes y una mitología memorables, que perduren con ideas propias – sin echar mano a un pasado mucho más fértil –, y que deban beber constantemente de mejores fuentes, emulándolas de las peores formas. Al menos, siempre nos quedará la novela de Bram Stoker y un puñado de adaptaciones cinematográficas inmortales.

Isaac Civilo B.

Dracula
Netflix
270 minutos

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