Reseña TV: Dracula de Netflix
Dracula

Usar el término adaptación, no
obstante, puede llamar a engaño. Poco, muy poco hay de la novela de Bram Stoker
y de innumerables adaptaciones cinematográficas, desde aquellas inmortales
obras del expresionismo alemán que fueran rodadas hace casi un siglo hasta el Dracula de Francis Ford Coppola. Gatiss
y Moffat aplican el mismo método que usaron para Sherlock, tomar algunos conceptos básicos de la obra fuente para
después sembrar su cosecha a través de largos episodios. Es el último grito de
la moda televisiva: adaptar obras clásicas y no tan clásicas para las nuevas sensibilidades, los nuevos tiempos, pero sin lograr
acercarse a aquellos trabajos inmortales, distanciándose de la esencia de éstos
para entregar una adaptación de poca monta y que se mueve en el terreno del
entretenimiento obviando los aspectos más interesantes que escritores y
cineastas han desarrollado durante décadas y siglos previos.
En términos de similitudes, el primer
episodio es el que guarda más cercanía con la novela de Bram Stoker aunque su
narrativa parece reprocesada y torturada por un aire postmoderno. Lo que los
guionistas toman son algunas escenas del comienzo del libro para, rápidamente,
introducir una serie de tropos que poco y nada tienen que ver con las figuras
que el escritor inmortalizara en sus páginas. A medida que el segundo episodio
avanza, es claro que el rumbo de la miniserie se aleja cada vez más. El viaje
en el barco Demeter ha sido narrado innumerables veces en el cine, pero su
trayecto se reducía a unos pocos minutos de sangre, una atmósfera opresiva y la
solemne llegada del conde a Inglaterra. Esos pocos minutos han sido
transformados en una hora y media donde lo mejor del viaje se pierde dando paso
a una serie de giros previsibles, rápidos golpes de efecto, erráticos movimientos
de cámara y a una serie de ideas inexistentes en la novela.
Casi se podría leer como un viaje
donde el malvado hombre blanco saca
ventajas de su posición de poder y abusa de distintas minorías. Ésta podría ser
una sobrelectura sino fuera por el tercer episodio donde, después de 123 años
sumergido a metros de la costa, Dracula emerge hacia la Inglaterra moderna y
multicultural, tecnológica y ruidosa, donde lo único que va quedando de la obra
de Stoker son los nombres de algunos personajes, ya irreconocibles bajo una
pátina de postmodernismo asfixiante. Lo que sigue son otros 90 minutos de giros
previsibles, un humor bastante sonso y algunos de los peores intercambios de la
miniserie al son de discotecas, whatsapp y las paredes blancas satinadas tan
características de hoy en día.
Gatiss y Moffat, para ser justos,
tienen algo de talento para diálogos rápidos, dinámicos, y la constante vuelta
de tuerca – aunque esta vez no les salga tan bien –. Sus creaciones suelen
tener un ritmo casi frenético, donde la información para el espectador no se
dosifica, por el contrario, fluye de manera casi imparable sustentada por un
montaje que no da respiro, una visualidad funcional y donde lo que realmente
importa es la revelación constante. Sin embargo, estos valores son vacuos y se
agotan tan pronto ya no hay más giros a los que echar mano. Se mueven más cerca
de la anécdota y mucho antes del final de su desenlace ya se sienten
sobreexpuestos y repetitivos. La debacle de la temporada más reciente de Sherlock es un ejemplo perfecto.
Sin embargo, su característica más
sobresaliente es la casi inexistente caracterización de sus personajes. Aquí la
dupla de guionistas lisa y llanamente decide nunca profundizar en los
conflictos y la psicología de sus protagonistas. Los seguidores del Conde
Transilvano saben que uno de sus rasgos más llamativos es su existencialismo y
la naturaleza atormentada de su vida. Bueno, todo aquello ha desaparecido aquí:
la soledad de los siglos, el cuestionamiento de su propia naturaleza, la
tragedia del pasado, la búsqueda del amor a través del tiempo. Todo aquello que
dotaba a Dracula de una humanidad que redescubría después de siglos y a la que
desesperadamente se aferraba ha sido dejado de lado en pos de pláticas
triviales, sin profundidad alguna.
De la misma manera, Van Helsing es
una oportunidad perdida. La representación femenina del icónico científico está
lejos de la genialidad y la excentricidad de la figura original, y es
igualmente lejana de algunas notables interpretaciones cinematográficas, siendo
la de Anthony Hopkins en el Dracula
de Francis Ford Coppola la más reciente. En su lugar, tenemos dos o tres frases
llamativas y constantes intercambios con Dracula que se diluyen poco a poco y
que parecen remitir más a un liviano intercambio de géneros en lugar de la
mucho más interesante dicotomía entre ciencia y superstición, entre el
conocimiento y lo sobrenatural, y la forma en que la primera se encontraba
incapaz de desentrañar aquellos oscuros abismos y la retorcida mitología desde
donde emergía la figura del vampiro.
Los tres episodios de los que se
compone esta miniserie están a años luz de los clásicos del cine mudo, de las
figuras de Bela Lugosi, Lon Chaney Jr., Christopher Lee, Peter Cushing o Gary
Oldman, de la monumental Nosferatu:
Phantom der Nacht de Werner Herzog con Klaus Kinski como el vampiro, de las
cintas de la legendaria Hammer. Incluso en el apartado de aquel humor ácido dista
leguas de la notable The Fearless Vampire
Killers (La Danza de los Vampiros)
de Roman Polanski. Lo que a esta altura realmente llama la atención es cómo las
nuevas sensibilidades son incapaces
de realizar una adaptación que mantenga cierta destreza paralela a una cuidada
orfebrería narrativa y gravedad dramática. Y lo que llama incluso más la
atención es cómo son incapaces de generar relatos, personajes y una mitología memorables,
que perduren con ideas propias – sin echar mano a un pasado mucho más fértil –,
y que deban beber constantemente de mejores fuentes, emulándolas de las peores
formas. Al menos, siempre nos quedará la novela de Bram Stoker y un puñado de
adaptaciones cinematográficas inmortales.
Isaac Civilo B.
Dracula
Netflix
270
minutos
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